domingo, 25 de julio de 2010
El último vestigio de un ser humano
En una pequeña caja blanca había un par de zapatillas azul rey del no. 3,
cuando tenía 8 años nadaban en mis pies.
Las guardé celosamente para usarlas cuando creciera.
A los 15 años calzaba del 5.
Hurgar en el ropero de la abuela, en los closets rezagados de mis tías, en los secretos de mi madre, siempre fueron aventuras grandes para una niña: Jugar a crecer, a ser como ellas, a disfrazarme del futuro.
Tiempo después ya era grande y no deseaba imaginarme grande, ahora tomaba el retorno y escarbaba hondo, hasta encontrar raíces. Los vestidos arriba de la rodilla, cuello de tortuga, rombos en el pecho y colores nada discretos ahora emprendían otro tipo de vuelo: Mis tías usándolos, indagando dóndes y cuándos, inventando compañías y escenarios.
Con el paso de los años a penas se van reuniendo pistas, recaudando pruebas, elementos de la vida cotidiana, por valiosos o insignificantes que parezcan: fotografías, revistas, libros, cartas, santitos, coches de juguete, o animales… que más tarde, cuando no tenemos que pararnos en puntas para mirar a su altura, nos dan respuestas. Se vuelven el último vestigio de un ser humano.
Mi padre tenía una pequeña grabadora con la clásica lengua de Kiss en cada bocina, en ella grabamos algunas canciones, no de Kiss precisamente, sino algo como “Un elefante se columpiaba” y “Estrellita dónde estás”, acompañados del pandero y un piano en forma de pastel de cumpleaños. Cuando nos aburríamos de los coros de las pocas canciones que me sabía a los tres años, venían los chistes malos de mi padre:
“Un mosquito le pide permiso a su padre para ir al circo.
- ¡Papá, Papá, ¿me das permiso de ir al circo?
- Sí, hijo. Nada más cuídate de los aplausos.”
A los que mi réplica era una risa fingida y un “¿Y luego…?”
Hace mucho que no veo a mi padre, esa cinta, y un escarabajo, son los únicos testigos de que estuvo conmigo, ante el juicio con el olvido.
Trazar dos líneas de tiempo, la del nacimiento y la de la muerte de seis personajes, se logra básicamente a partir de un pedazo de tiza. Pero relatarlas, caminar sobre ellas a manera de cuerda floja, paso a paso y detalle a detalle, requiere de enfrentar al actor con sí mismo, de entregarle al espectador además de un montaje teatral (muy a pesar de lo que puedan decir la Real Academia del Teatro Leonés) donde no hay duda de la veracidad, una serie de experiencias y emociones privadas vertidas en una historia pública: La Dictadura militar en Argentina.
Bajo una creativa, funcional y divertida dirección que arriesga y explota elementos musicales y visuales en tiempo real, kilos de colorida ropa y sillas de diferentes estilos, colores y épocas, Lola Arias hace que nos cuestionemos ¿Qué sabe uno de la vida cuando nace?, ¿Qué sabe del mundo?, ¿Qué sabe de sus padres?
“Mi vida después”, es el retrato desquebrajado de Argentina en una época de miseria, opresión e injusticia a través de retazos de los padres de seis actores, que se interpretan a sí mismos. ¿O debería escribir: “El retrato de la desquebrajada vida de sus padres a través de retazos de Argentina…”?
El oficio de sacerdote, reportero, obrero, se sumergen a su modo en el movimiento guerrillero. Todos padres de una generación que necesita Recordar, imaginar, soñar: Las caras que puede tener una persona, las muertes que puede tener una vida. Al padre que desearías haber conocido un poco, o un poco más, al que desearías olvidar. A la patria de los progenitores, y la que conocerán los hijos.
Esta es la revolución a nuestro modo, al menos ahora, sin armas, sin violencia, sin privar la libertad, sin más fuerza que la que se pueda imprimir en un texto, en la interpretación, y la de voluntad.
La historia del mundo surge a partir de la historia propia.
Sara Pinedo.
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