Cuando una mujer llora constantemente, sus ojos reducen su tamaño para evitar que se deshidrate por completo. Un vez que el llanto cesa, la superficie interna de su cuerpo ha perdido líquidos y por lo tanto se torna áspera, rígida, acartonada, incapaz de denotar sentimientos...
No fue cualquier lágrima pasajera, ambiental, de moda; fue provocada, inevitable, como el silencio necesario, como la risa imprudente. Mi atención estaba más en su cuerpo que en el mío, me estaba abandonado o quizás guiando, cuando entre feroces gestos el abdomen se contrajo, con veloces palabras las piernas temblaron, y en una carrera con resultado de empate dos gotas se escaparon.
Supe que había pasado, no era una historia ajena a mí, ya antes la había tenido de frente; tal vez con otro guión y distinta protagonista, pero era la misma.
Aproximadamente hace 10 años había vivido un abuso sexual similar al que expone Angélica Liddell, y no precisamente como espectador, esa injusticia que comparada con los brutales casos de violaciones, mutilaciones y asesinatos, parece insignificante, pero que para sus protagonistas para nada lo es, más aún cuando por vergüenza “se le doblan las esquinas” y se guarda al fondo del baúl de madera, debajo de la ropa colorida, las fotos de amigas, los juguetes favoritos y los libros que te gustaba leer antes de que tu tío interrumpiera tu pasatiempo para tocarte los senos… reprimiendo recuerdos cuando más valiera haberlo escrito en varios post-its amarillos y pegarlos al refrigerador junto tus dibujos, calificaciones, recibos de pago y la lista del mandado.
La actriz ibérica deja en completo silencio al Teatro Manuel Doblado mientras grita como recibió su primer título de puta, acompañado de un golpe patrocinado por su padre militar; le robó risas relatando irónicamente sus destrozados ideales de infancia leyendo Heidi, Mujercitas, la biografía de Maria Antonieta y Aprendiendo a volar; lo sorprendió cortando sus piernas y quemando sus manos para manifestar el repudio ante una sociedad que ve a la mujer como un adorno provisional o un objeto sexual y su apatía ante los hombres que las consideran inferiores: “¡quiero ser una verga entre las vergas, no una concha entre las vergas!”.
No hay forma de expresar un desgarre interno, que no sea desgarrándose por fuera, y es exactamente lo que hace Lidell, mostrando a una mujer que se aleja del mundo enajenada, defraudada, devastada por el género masculino, buscando incluso la utópica inocencia erótica en un animal: “¡un caballo vale más que todos vosotros juntos!”.
En definitiva, “No soy bonita” no es un montaje para disfrutar, divertirse, u olvidarse de la realidad en el teatro, sino todo lo contrario: para reflexionar la situación tan real como cotidiana e ignorada, para incomodarse gracias al texto o al trabajo de cuerpo, avergonzarse porque nuestro país sirve como fiel ejemplo de la iniquidad y misoginia mundial, cuando Angélica dice que “a México hay que venir con una cruz”, haciendo referencia a las muertas de Juárez, mientras los demás cruzamos los brazos o nos dedicamos a aplaudir una obra de teatro donde no hay quien reciba los aplausos.
Si “las mujeres se dividen en vírgenes, paridoras y putas”,
yo quiero ser puta.
Las vírgenes pronto serán paridoras.
Las paridoras pronto serán abandonadas.
Las putas siempre serán putas.
Sara Pinedo
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